Sobre el remake

La Máquina de Rehacer


Probablemente haya comunidades enteras que se reúnen los sábados en la tarde a debatir sobre la superioridad de una película original por sobre su remake, o etc., al calor de un cigarrillo y un vaso de alcohol, o jugo y galletas en su defecto. Por mucho que el grueso de la gente tenga cosas mucho mejores que hacer, como follar con sus novi@s y prenderse al son de la música, no estimo que dicho debate sea menor. La cuestión del remake es casi tan antigua como el cine mismo, recayendo tempranas responsabilidades sobre películas tales como The Ten Commandments (1956, remake de la película homónima de 1923), Ben-Hur (1959, de la película homónima de 1925), entre otras. En estos casos se deduce sin dificultad que las principales motivaciones para rehacer dichos filmes giraban en torno al aprovechamiento de los garrafales avances tecnológicos que surgieron en los treinta años que separan al original de su remake, más claramente el advenimiento del sonido y el Technicolor, que permitían llevar la cualidad épica de sus historias a la máxima realización y espectacularidad. ¿Sigue siendo así?

A pocos días de haber asistido al cine a ver The Wolfman (2010, dir. Joe Johnston), remake de la cinta de 1941, se hace aún más evidente que el fenómeno en cuestión es más un proceso de upgrade que un replanteamiento o refocalización de una historia previamente filmada. Son muchas las instancias que les permiten a los realizadores desplegar todo su poderío tecnológico en tanto que saturación de efectos especiales hechos por computador, y así se han encargado de demostrárnoslo. The Wolfman es sólo uno de los últimos ejemplos en donde una historia pasa por un proceso de upgrade que se focaliza sólo en su despliegue visual y despreocupa todos los otros elementos vitales del storytelling cinematográfico, como la gestación y desarrollo de personajes interesantes, manejo del suspenso y el drama, entre otros. Está claro que en la era digital la demanda por la saturación es inmensa y que las motivaciones de los estudios para hacer remakes es principal y enormemente económica, con la gente prefiriendo ver la versión IMAX/3D repleta de CGI de A Nightmare on Elm Street (2010) que su obsoleta original de 1984. Los costos de las películas se están disparando y así también el precio de las entradas, como analiza y comenta Gilles Lipovetsky en su estudio sobre el hipercine (La pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna, Barcelona, Anagrama, 2009). Somos testigos de un fenómeno particular en que las nuevas generaciones no están viendo películas que daten de más de 15 años, citando los filmes más antiguos como “ruidosos” en términos de calidad de imagen y sonido, y calificando al blanco y negro como una estética ‘adormecedora’. Es perfectamente entendible en tanto que la modernidad en que vivimos se caracteriza por la saturación de colores, el montaje MTV y su total gratuidad de espectáculo y festín visual, pero el problema al que nos abocamos desde un principio, el remake, guarda especial interés en tanto que este conflicto.



En sí, considero personalmente que el remake es una práctica cinematográfica tremendamente rica e interesante. No sólo permite elaborar conclusiones respecto a los cambios sociales y culturales que han ocurrido en los distintos períodos, sino que también es una forma que tienen dos construcciones diegéticas de dialogar la una con la otra, desde su punto de vista, con sus respectivos códigos y particularidades.

Sin embargo, para que esto ocurra y se genere un diálogo interesante, debe existir una relación simétrica entre ambas partes (o una asimétrica ascendente), y no jerárquica, como suele ocurrir. El curioso caso de la Psycho (1960) de Alfred Hitchcock y la de Gus Van Sant (1998) no está exento de una cierta lectura redentora, a pesar de haber sido un ejercicio universalmente repudiado. Van Sant rehizo el film de Hitchcock plano a plano, utilizando el guión original, algo que muy pocos realizadores (Michael Haneke entre ellos, que rehizo su propia Funny Games) habían incursionado en la praxis. Lo que se produce es un interesante contraste entre la calculada frialdad atmosférica de la original, y el uso de la saturación cromática y lumínica en el remake, fotografiado por Christopher Doyle (Héroe, 2002, dir. Zhang Yimou). No es una cuestión gratuita, ya que Hitchcock voluntariamente filmó la original en blanco y negro para producir un cierto efecto a través de su elección estética; cosa que Van Sant opta por revertir mediante el uso de una fotografía que exalta sus colores como para lograr lo mismo, pero por oposición. A su vez, es un experimento sobre la naturaleza de la mímesis, donde la equivalencia deja de ser un medio y se convierte en un fin por sí mismo. El gran problema de todo esto es, por supuesto, que se trata sólo de un ejercicio formal que carece de una verdadera reflexión de fondo más allá de las citadas, como para enunciar lo que sucede si se fotocopia un clásico 30 años después, a color.



La relación simétrica se daría cuando un remake se aboca hacia una búsqueda mayor; el ejercicio de Van Sant ciertamente aspiraba a dicha exploración, pero se quedó siendo un experimento estético más que una real respuesta contemporánea a la misma historia. Las posibilidades de un remake son prácticamente infinitas, porque suponen ya la completa asimilación de un mundo previamente creado, ahora a merced de una nueva visión que puede cuestionar, poner en jaque, refocalizar o desechar por completo sus códigos. Déjenme ponerlo de este modo: si alguien me ofreciera dirigir un remake de Persona (1966, dir. Ingmar Bergman), una de mis películas favoritas, sentiría que me estarían haciendo un favor e incluso una malcrianza, una indulgencia. Siento el placer culpable de citar dicha película en todas mis obras personales, de maneras que no resulten –tan- obvias, para citarla como influencia, más que como eterna búsqueda de absoluta inserción creativa. La alternativa de derechamente rehacerla, bajo mis propias interpretaciones, sensibilidades e ideas sobre la historia y sus cuestionamientos humanos y filosóficos, supone de ya una mirada fresca que podría llegar a justificar el ejercicio en tanto que ofrece la posibilidad de diseccionar y replantear, a modo de prisma, una realidad que antes se suponía inamovible. Hay que dejar de asumir que cada película es una verdad absoluta, ya que, como en la vida, el absolutismo es una ilusión. Cada película, como realidad, puede ser vista desde diferentes puntos de vista. Es una de las tantas formas que existen de intertextualidad, de poner en ejecución nuestra capacidad de interpretación. El problema ocurre, como lo hemos visto, cuando el rehacer nace sólo a causa de una maquinaria económica y no por el intento de ejecutar dicha capacidad de interpretar; sujeto a la industria, el rehacer obedece sólo a las demandas ad hoc del consumidor que pide inmediatez y satisfacción rápida, y no a una búsqueda por la reflexión que, al menos, intente justificar los excesos a los que se somete.

El caso de los remakes del género de horror es interesante por otros motivos. El que ha sido llamado el género más prostituido en la historia del cine –y lo es-, ha sufrido una oleada de replanteamientos en los últimos años. Remakes de prácticamente todas los clásicos de serial killers comenzaron a aparecer sucesivamente desde 2003, con The Texas Chainsaw Massacre (original de Tobe Hopper, 1974) como la primera víctima. Luego, vino Halloween, Friday the 13th, y este año se espera el upgrade de A Nightmare on Elm Street. Las comparaciones correspondientes sólo nos sirven para concluir que las representaciones del género se han vuelto más violentas y excesivas, abocadas sólo a satisfacer los gustos de las generaciones más recientes. Ciertamente esta dinámica del hiperexceso constituye un objeto de estudio por sí misma, pero para efectos del tópico presente, sólo nos sirve para dilucidar los cambios que ha sufrido la concepción de la violencia y su cualidad de entretenimiento.

Hay casos particulares, sin embargo, donde las posibilidades del remake son exploradas con plena intención de elaborar una segunda lectura. Steven Soderbergh hizo su propia versión de la novela Solaris de Stanislaw Lem en 2002, oponiéndose así a la adaptación que hizo de ella Tarkovsky en 1972. Concentrándose más que nada en la historia de amor entre Chris y Rheya, desechando los cuestionamientos más filosóficos y de mayor escala, Soderbergh exploró con brutal honestidad y sensibilidad la problemática instalada en la novela de Lem, sobre la “debilidad” humana de los sentimientos por sobre la razón, en la forma de un psicólogo que visita una estación espacial cuyo planeta orbitado, Solaris, crea réplicas de seres queridos; en el caso de Chris, su esposa muerta. Debatiéndose entre el torbellino emocional que le produce reencontrarse con su esposa, y la conciencia racional de saber que se trata de una copia, Chris es parte de un fascinante viaje hacia los mecanismos y las “fallas” de la psiquis humana. Por el contrario, la Solaris de Tarkovsky es plena en sus ambiciones y mucho más paciente en su construcción, explorando más a fondo los temas de la moral y su relación con las emociones humanas, la relación del hombre con inteligencia ajena a la suya, instalando así la pregunta ontológica. Ambas versiones, aunque nacidas a partir de un tercer texto no fílmico, engloban en el ámbito cinematográfico una visión distinta sobre una misma construcción, con sus diferentes focos, pero manteniendo la intención primordial de interpretar un mismo texto con una búsqueda en mente. El diálogo que se produce entre las dos es interesantísimo, aunque el propio Stanislaw Lem haya desechado ambas, incluyendo la de Tarkovsky. “No escribo sobre los problemas eróticos de la gente en el espacio”.



El remake también puede hacerse en base a una película universalmente vapuleada. Lo que sucede allí es lo que he llamado improvisadamente una relación asimétrica ascendente, donde el remake busca potenciar los elementos que anteriormente pudieron no haber sido aprovechados, para replantearlos y llevarlos a una expresión más acabada y plena. En la industria dichos casos son de lo más raro, pero son igual de interesantes. Así también, el también rarísimo caso de directores que rehacen sus propias películas (Hideo Nakata, Michael Haneke) son parte de una dinámica más o menos reciente en que películas extranjeras son re-hechas en los Estados Unidos para su mayor facilidad de distribución, empezando por el hecho de que al público norteamericano no le gusta –para nada- leer subtítulos, pero tampoco desea perderse propuestas interesantes.

A modo de conclusión, entendamos que las posibilidades del remake son infinitas e interesantes, pero que actualmente son transadas por las demandas de una industria que tiende a no comprender sus propios mecanismos de generación de un interés que venga acompañado de la siempre bienvenida oportunidad de pensar. Se me hace evidente que, tomando en cuenta el avance de la tecnología y su inminente necesidad de rehacer lo obsoleto, deberíamos esperar en unos 30 años más el remake de Avatar, que reemplazará su tecnología 3D / IMAX por la capacidad de ofrecer al espectador una conexión neurosensorial con la película. Como oler Pandora.


por Leonardo García Bello.

1 comentario:

  1. Permítanme corregir mi propia postura. En cualquier caso en que se comparen original y remake, ya sea en situación dialéctica simétrica, asimétrica ascendente o asimétrica descendente (o sea, jerárquica), es posible establecer un diálogo del que se extraen conclusiones y lecturas sobre los modos de producción y la sociedad que acoge dichas producciones. Lo que quería decir es, que el diálogo es posiblemente mucho más rico cuando ambas películas se proponen una exploración y análisis serio de sus propuestas temáticas y estéticas, como para abastecer y sustentar las subsecuentes reflexiones que pudieran aflorar en el remake, o en la comparación de éste con el original.

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