Don't Blow It



Solaris
2002
Dirección y Guión de Steven Soderbergh


No sé realmente lo que debería escribir al momento de analizar una película. Dudo que eso sea lo que hago acá en realidad; sólo sé que de repente hablo de una linda fotografía, o una música absorbente, o una historia bien construida, como para dar cuenta que ALGO sé de cine, y justificar así los cuatro años que llevo estudiando dicha carrera. Pero creo, sin embargo, que escribo desde la más profunda y voluntaria ignorancia, para hablar de películas no en un nivel objetivo y clínico, sino desde la más honda y honesta apreciación personal e interpretaciones sometidas a un lujo de sentimientos, muchas veces encontrados, otras veces intensificados por identificaciones con vivencias personales, fantasías, resquemores, o simplemente con los llamados momentos de humanidad.

Para ser sincero, no creo que hable mucho de la película. O al menos diré lo básico lo más rápido que pueda: Soderbergh produjo, escribió, dirigió, fotografió y montó una adaptación de la novela de Stanislaw Lem (que ya había sido adaptada antes por Tarkovsky en 1972) sobre un psicólogo viudo que es enviado en una misión a evaluar a la tripulación de la estación espacial que orbita el planeta Solaris, debido a una serie de extrañas circunstancias de incomunicación, pánico generalizado, y un suicidio. A bordo, descubre que Solaris está creando réplicas de seres queridos a partir de los recuerdos de los tripulantes, y experimenta, cuando se encuentra con la réplica de su esposa muerta, una serie de conflictos emocionales y morales, principalmente a causa de los sentimientos que suscita tener enfrente a una entidad que se ve, que se siente, que huele y que habla como ella.

Dentro de todo el espectro de fallas humanas, Lem tiene que haber expuesto una de las más complejas, de manera tremendamente inteligente y sensible: como en Birth, el recuerdo, la persistencia, la emoción por sobre la racionalidad. El “clon” de Rheya, la esposa muerta, no es muy diferente de Sean, el niño que acosa a Nicole Kidman con la insistencia de ser la reencarnación de su difunto esposo. Ambas películas lidian con la idea de un espejismo, una copia que amenaza con suscitar las mismas emociones de un original perdido, delatando la obvia debilidad del alma humana en cuanto se enfrenta a la imagen, a la mera estimulación sensorial que asocia a aquello que más tiene arraigado. Ambas historias nos desnudan como entidades sumamente condicionadas y subordinadas a nuestras emociones, como el perro de Pavlov. Y en este ámbito, somos más parecidos a un animal que en cualquier otro.

Curiosamente, varios ejemplos del puñado de películas selectas que me hacen sentir la misma sensación de desesperanza y violencia emocional, lidian con el tema del recuerdo y la persistencia. Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Away From Her, The Fountain, Scenes From A Marriage; todas sobre el deseo –y la necesidad- de lidiar con el arraigo, con la persistencia, con el deseo de olvidar o de recuperar aquello que irrevocablemente pareciera estar en simbiosis con la parte más copiosamente interna de nuestro ser. Siempre es sobre el no poder dejar ir, o lo que pasa cuando sucede. Solaris duele porque además añade el hecho de que las réplicas que se producen, nacen a partir de la fórmula del recuerdo, y como tal, nunca son como la persona era exactamente, sino como se la recuerda, que es –aunque no se admita- violentamente diferente. Recordamos lo que queremos, no lo que fue realmente. Lo que Chris Kelvin encontró a bordo de la estación espacial no era, por ningún motivo, Rheya, y aunque ella recordara sólo lo que Chris quería –inconcientemente- que recordara, aunque ella fuera claramente un recipiente de emociones que sentía por inercia y osmosis, aún así, era suficiente para que Chris sintiera que era Rheya, que era lo suficiente para que pudiera sentir que la había recuperado. Aun cuando supiera en lo más profundo de su conciencia que estaba amando a la manifestación física de su propio deseo de volver a verla, de sentirla, de oírla hablar. Era la hipérbole de la negación a aceptar la verdad, el paso siguiente en el colapso nervioso del no poder dejar ir.

El problema de Chris es mucho más cotidiano de lo que podría asumirse. No por nada escribo sobre él; Rheya y Sean, de Birth, son los fantasmas de recuerdos que no se van, que amenazan con su omnipresencia en el quehacer diario, en el banco, en la escuela, en el trabajo, en la intimidad del baño, en el sorbo de café en el local del centro. Amenaza con destruir cada vestigio de clarificación racional. Y no son recuerdos abstractos; son la manifestación del deseo que se tiene por recuperar la felicidad; la felicidad encarnada en una sola persona. Por recuperar el momento justo en que la felicidad tenía nombre, dos ojos, cabello, una nariz, una voz, un número telefónico, una presencia en la almohada, un espacio reservado en la memoria de todos los días, en las sonrisas, en los sueños, en las proyecciones de años a venir. Pero que, por maquinaciones del destino, se perdió. Solaris es la pregunta metafísica por la naturaleza de la pérdida. Y por la incapacidad humana de aceptarla.

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