Mazurka con Joe Wright


Anna Karenina
2012
Dir. Joe Wright



Anna (Keira Knightley) es vestida por una sirvienta con un vestido ideado por Jacqueline Durran, bañada en la luz de Seamus McGarvey, y mientras se mueve y sale del set que es su tocador, en dirección al estudio de su marido, un ejército de tramoyas desarman el set del tocador en un baile coreografiado en conjunto con la cámara hasta que, tras un par de vueltas y cambios de foco, lo transforman en el estudio mismo al que se dirige la protagonista. Sin cortes, todo ocurriendo frente a la cámara. Así opera la particular adaptación que Joe Wright (Orgullo y Prejuicio, Atonement, Hanna) hace de la gruesa e icónica novela de Leon Tolstoy : casi en su totalidad filmada en un teatro, con los actores y extras moviéndose en sets que cambian constantemente en coreografías autoconcientes, una puesta en escena donde los mismos personajes fluctúan entre ser humanos y parte del decorado, y un montaje moderno que, muy similar a Atonement, privilegia la musicalidad del ritmo y los cortes que traslapan elementos aparentemente disímiles entre las escenas que conectan. Es lejos el trabajo más experimental que ha hecho Wright hasta ahora, y es un festín audiovisual del más fino trabajo de dirección de arte, música, cámara y montaje – pero, como han señalado correctamente sus detractores, Anna Karenina es un ejercicio que, mientras hace un uso lujoso de sus formalidades, deja de lado la importancia de la historia en sí, el desarrollo de personajes, y las actuaciones.


En lo personal, y disculpando mi ignorancia sobre otros trabajos similares, no había visto una propuesta de puesta en escena que descansara tanto en la interacción de los actores con los sets, y el diseño de los sets en sí, desde Dogville (2003, de Lars von Trier), teniendo siempre en mente el trabajo más antiguo del perenne Peter Greenaway (El Cocinero, el Ladrón, su Mujer y su Amante). En Anna Karenina existe la intención de usar todas estas suntuosidades formales para contar la historia de forma extraordinaria (la coreografía constante en la que se mueven los personajes no es sólo una referencia a las formas del ballet ruso, sino que sirven en teoría para mantener un énfasis absoluto en los personajes protagónicos; el tiempo literalmente se detiene cuando Anna y/o Vronsky, su amante, cruzan un set, con los actores permaneciendo inmóviles), pero inevitablemente, un tratamiento que se apoya tanto en lo formal permite la disolución casi completa del interés por el meollo narrativo en sí: los bailes cobran más relevancia que los dilemas de Anna y las reflexiones de Levin, y los múltiples temas y subtextos de la tremenda historia original subyacen perdidos entre capas de una sofisticación visual fascinante y lírica, pero últimamente demasiado absorbente para existir en armonía con la historia que intenta contar.



Y aún así, a pesar de que la dirección y el diseño de producción de Anna Karenina son en cierta forma los efectos especiales de la película (incluyendo su dependencia excesiva para hacer atractivo el relato, síntoma omnipresente el día de hoy), el buen gusto de Wright y el conjunto de talento que logra reunir, incluyendo los actores a los que no les saca todo el partido que podrían dar, dan como resultado una cinta suntuosa, elegante, melodramática (no en el sentido peyorativo), y en conclusión, uno de los experimentos formales más fascinantes de los últimos años. Sí es cierto, sin embargo, que los fanáticos de Tolstoy probablemente saldrán con ganas de incendiar el complejo cinematográfico de turno. Pero para toda película hay un séquito de amantes y una horda de detractores furiosos, ¿o no?

6.5/10 Muy interesante.

Alice in Wonderland meets James Franco


Oz, El Poderoso (‘Oz The Great and Powerful’)
2012
Dir. Sam Raimi




Sam Raimi realizando labores de dirección en una película de Disney es un hecho que suscita un buen levantamiento de hombros, aunque lo mismo se dijo hace once años cuando asumió el mando de la largamente esperada adaptación de Spiderman al cine y (supuestamente, porque yo estoy en profundo desacuerdo) los resultados fueron aplaudidos y remunerados con cantidades obscenas de ganancias económicas. Esto porque Raimi es particularmente conocido por su afiliación al género gore de bajo presupuesto, habiéndonos entregado esas maravillas del cine B que fueron Evil Dead (1981) y Evil Dead II (1987), y más recientemente, Drag Me to Hell (2009). Su rol dirigiendo una precuela para El Mago de Oz es inesperado pero, al mismo tiempo, interesante, por cuanto es curioso ver lo que su particular sensibilidad podría otorgarle a la historia de fantasía.

Oz parte modestamente bien, con una introducción apropiadamente filmada en sepia y en aspecto 1.33:1 (pantalla ‘cuadrada’, que a varios espectadores les causó shock mientras se preguntaban si toda la película se vería así de “chica”), con varios pasajes de un humor clever que le inyectan un poco de energía a una historia que se nota a kilómetros es repetidísima. Por un momento son este humor y una cierta ternura de ingenuidad la que le permiten despegarse del suelo por los primeros 30 minutos, hasta que se nos lleva de lleno al reino mágico de Oz donde la imagen adquiere un vívido color y una relación de aspecto más cercana a lo que estamos acostumbrados a ver – de acá en adelante la película se desinfla como un globo aerostático atacado por un misil; no tiene tiempo de caer de a poco, sino que explota, agoniza, y cae trágicamente al suelo para quedarse allí y morir en el olvido. No sé ustedes, chicos, pero toda esta parafernalia colorinche digital en 3D ya me tiene francamente chato – nada impresiona. Me imagino a todos los técnicos y postproductores y diseñadores de producción gastando millones de dólares intentando crear un mundo que resulte impresionante para la audiencia, pero es un recurso que se ha explotado a tal nivel que llega a ser molesto el despliegue de tantos lugares comunes de plantas con personalidad y flores musicales y toda esta belleza cliché Disney de libros para colorear.



La mano de Raimi es efectivamente notoria en varias partes, y aunque en ciertos puntos sirve para volver más dinámica la narración, sus técnicas son tan inherentemente nacidas desde y para el cine de bajo presupuesto (incluyendo ese toque ‘camp’ de gusto cuestionable que tanto le servían a las Evil Dead), que en una extravaganza de $200 millones se ven, a lo menos, fuera de lugar. El humor de Raimi también desaparece de un momento a otro, sólo para asomarse por breves segundos y luego perderse en absoluto entre modos terriblemente estándares de relatar y mover la historia.

El mundo de Oz, y la trama misma, hieden demasiado a ese bodrio reciente que fue la Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton: las profecías de un mundo mágico sobre un salvador destinado a convertirse en rey que debe librar al pueblo de una maldad acartonada. La película no hace ningún esfuerzo por darle una vuelta de tuerca a sus clichés y aunque el encanto y carisma de sus actores hacen lo posible por elevar el material, Oz estaba condenada desde el principio a ser tan falsa como sus paisajes digitales, tan carentes de emociones reales como sus brujas, y en última instancia, a ser un gran y poderoso ejercicio en repetición e indiferencia.

5/10 Regular.

Would you care for some informal processing?


The Master
2012
Dir. Paul Thomas Anderson




Paul Thomas Anderson pasó de ser el chico maravilla que dirigía frenéticas y poderosas películas corales (Boogie Nights, Magnolia), a ser sencillamente el más prominente cineasta norteamericano posiblemente desde Scorsese. Ben Affleck lo comparó, justamente, con Orson Welles, y no gratuitamente: el crecimiento de Anderson es sencillamente espectacular, ofreciendo en 2007 la que ha sido ampliamente considerada la mejor película de la década 2001-2010, There Will Be Blood (o como llegó a los cines nacionales, pésimamente traducida a Petróleo Sangriento), una opulenta y ambiciosa saga sobre la avaricia y el nacimiento del capitalismo moderno en Estados Unidos. Ahora, Anderson toma otro de los vértices medulares de la espina dorsal gringa y lo convierte, esta vez, en una reflexión sobre lo que podría llamarse el capitalismo espiritual: The Master es una reinterpretación sobre el nacimiento de la cientología, y el cómo la religión o el acto de seguir una doctrina opera sobre el ser humano en tanto le otorga un propósito mientras le quita otros.

La historia sigue a Freddie Quell (un tremendo Joaquin Phoenix), un hombre de baja inteligencia, errático y alcohólico, que regresa de la II Guerra Mundial para deambular entre parajes que exponen precisamente su incapacidad para seguir un camino determinado: es un animal, movido por el instinto y el hedonismo más que por el ansia por una meta fija que involucre real disciplina y compromiso, y crecimiento personal. En estas circunstancias conoce a Lancaster Dodd (el gran Philip Seymour Hoffman), el líder de un emergente movimiento llamado La Causa, que proclama, entre otras cosas, contar con los métodos para curar la leucemia a través de un proceso de deshipnotización que utiliza los recuerdos de vidas pasadas para superar aflicciones del presente. Los dos inician una relación magnética y conflictiva que muta desde el interés mutuo a la interdependencia al odio, explorando la dinámica entre el salvajismo del deseo puro, las contradicciones y dudas de la disciplina, el efecto de la ‘religión’ sobre el alma y en particular sobre cómo funciona en individuos “espiritualmente desposeídos”.



Es una película compleja, y se nota a primera vista, no sólo por la cantidad de palabras ‘difíciles’ que he usado para describirla (já), sino por la habilidad innata de Anderson de narrar con capas y capas de subtexto en cada plano que usa, su forma de montar, y su uso de la música (acá de nuevo provista por Jonny Greenwood, conocido por su trabajo en Radiohead). Creo que el mejor ejemplo de complejidad que se puede encontrar en The Master, es verla con la preconcepción de que los tres personajes principales, Freddie, Lancaster y Peggy (la esposa del Maestro), operan como el Ego, el Yo y el Superyó freudianos: lo más instintivo y salvaje (Freddie), la hiperconciencia normalizadora (Peggy), y el sujeto que se sitúa en conflicto entre ambos (Lancaster). El trabajo de sutileza que se desprende de ver la película bajo ese prisma es nada menos que paralizante.

Es cierto, sin embargo, que los personajes no ‘progresan’ ni ‘crecen’ de la forma en que tradicionalmente te lo exigen en la escritura de un guión; Freddie y Lancaster se mueven a través de tiempos y situaciones que dejan entrever distintas facetas y cualidades, pero al final (no es spoiler, tranqui), en definitiva los personajes siguen igual. Y deciden quedarse igual, como revela el último plano de la película. Esto, sin embargo, no es tanto un defecto (a mi juicio) sino la proposición o statement que Anderson hace: el maestro de Freddie no es nadie más que sus propios impulsos, indomables, básicos y feroces pero complejos en toda su aparente sencillez. Es, después de todo, una reflexión sobre el alma. Y no sólo la de Freddie.

7.5/10 Muy recomendable.

Everything is connected


Cloud Atlas (‘La Red Invisible’)
2012
Dir. Andy Wachowski, Lana Wachowski, Tom Twyker




La narrativa coral en el cine, y particularmente su ebullición, se le atribuyen casi unitariamente a Robert Altman (Nashville, ShortCuts, The Player), un nombre que muchos desconocen injustamente; para el grueso de la gente, un ejemplo mucho más popular es la grandiosa Magnolia de Paul Thomas Anderson, o la ganadora del Oscar, pero inferior en calidad, Crash. Contar una historia a través de siete, ocho, nueve o diez personajes siempre es una decisión similar a una misión kamikaze, por el sencillo hecho de que se deben manejar una multitud de arcos y se debe encontrar la forma de unir todas esas piezas en un clímax común que se dé fluida y naturalmente. Lo interesante de Cloud Atlas es que no sólo realiza el ejercicio de contar un relato coral con un número honestamente ridículo de personajes, sino que además su objetivo es reflexionar sobre la naturaleza misma de la narrativa coral, las conexiones entre los protagonistas, y la hermosa idea de que, bajo la noción de que todos estamos conectados, explorar el cómo las acciones individuales tienen ecos en otros tiempos y realidades, a veces de formas nunca imaginadas.

Es una película sobre el efecto mariposa, sin Ashton Kutcher.

Mezcla épocas, tonos, géneros y sexos en un paquete que sólo en la descripción ya parece al mismo tiempo un desastre y una maravilla; un puñado de actores interpretan, a la Ángeles en América, diversos personajes (hombres y mujeres) que encajan con dilemas que se repiten, por ejemplo, tanto en la sección que ocurre en 1849 como en la que acontece en 2144, yuxtaponiendo la historia de un joven abogado enfermo viajando en barco hacia San Francisco, con la de un miembro de un colectivo revolucionario en el Seoul del futuro (autos voladores y rayos láser entremedio) que intenta salvar a una trabajadora/esclava destinada a convertirse en la líder de la resistencia contra el opresivo gobierno de turno. Es fascinante de ver el cómo se desenvuelven estas partículas y logran, a pesar de todo, encontrar sus conexiones particulares las unas con las otras; al final, la película no se trata sobre hilos casuales, sino en decisiones voluntarias que cambian y determinan el porvenir de un solo individuo, o de toda la humanidad. Decisión por sobre ‘designio divino’, como expone explícitamente la línea de 1849 y su dilema racial.



Ahora, la película, con todos sus logros técnicos y narrativos, es cualquier cosa menos sutil. Si bien logra estructurarse coherentemente, está plagada de decisiones de dirección bastante propias de un blockbuster estándar, con los efectismos y redundancias propias de un relato que, curiosamente, toca un tema extremadamente interesante para reflexionar, pero luego excluye toda la apelación a que el espectador mismo haga el ejercicio de pensar para priorizar explicaciones explícitas y cursis. Emocionalmente también es coja, teniendo la posibilidad de explotar una serie de sutilezas que son dejadas de lado por un tratamiento mucho más duro y repetido de ciertos puntos de trama que son realmente lamentables.

En suma, Cloud Atlas tiene todos los ingredientes para ser un desastre, pero termina siendo un plato que se deja disfrutar con sabores que, si bien no son nuevos, entretienen el paladar sin darle impresiones duraderas ni revelaciones epifánicas.

6.5/10 Muy interesante.