El peso del mundo

MARGARET

Dir: Kenneth Lonergan
2011
150 min (versión de cine) / 186 min (versión extendida)

En una escena de la compleja y conflictuada segunda cinta de Kenneth Lonergan, Lisa Cohen (Anna Paquin) expresa su disgusto por la ópera argumentando que se trata de una instancia en que un grupo de personas luchan por ser escuchadas por sobre la otras. La ópera como metáfora es el centro temático de Margaret, sirviendo como hilo conductor y decodificador de la intrincada experiencia de ver todas las hebras que Lonergan intenta entrelazar, con éxito pendular, mientras busca arribar a ese punto que a cada rato se revela como más y más grandilocuente. He aquí el corazón de una película que con creciente frecuencia cae ante el peso de sus propias ambiciones - porque cómo podría no hacerlo siendo que aspira a tanto siendo sólo un retazo ínfimo de aquello que persigue, entre abscesos verborreicos y subrayados testarudos: Margaret habla sobre el valor de la vida humana en su conjunto, sobre la inconmensurabilidad de la vida en su contradicción imposible de ser tan grande y a la vez contenida, una y otra vez en infinita sucesión, en los cuerpos mortales y frágiles de los siete mil millones que despertamos todos los días.



A través de la serie de eventos que desencadena un simple pero terrible accidente de tránsito (el más realista y desgarrador que he visto), atestiguado por la joven Lisa, Lonergan instala las piezas de esta ópera en la que sus participantes se mueven a través de escenarios de profunda confusión, alegrías pasajeras y pesadas injusticias, dejando que el personaje de Paquin sea quien sufra en carne propia la desesperación y el peso atronador de las preguntas que la aquejan. Con el tiempo, Lisa cae en la más profunda apatía: en otra escena que comparte con su madre (J. Smith Cameron), se muestra indiferente ante la aparente insignificancia de los pormenores de una sola vida en comparación con el abanico iracundo de las tantas otras vidas (y muertes) que nos rodean a diario. ¿Qué puede importar el prospecto de una nueva pareja ante el escenario inimaginable, y sin embargo tan posible, de la muerte, del sufrimiento ajeno que suele apilarse en cantidades que por sanidad propia decidimos ignorar todos los días? Este momento crítico de Lisa, en el que cae en la trampa de abandonar la esperanza y dejarse aplastar por el peso del mundo, es vital para entender el arco del propio personaje, el final de la película, y la aseveración de Lonergan sobre su premisa.



Tres horas después de incontables escenas que reflejan fielmente el arrebato y confusión emocional de la protagonista, termina asistiendo, junto a su madre, a una ópera que la conmueve profunda y sorpresivamente. Es un  final complejo porque es al mismo tiempo desolador y lleno de esperanza: todo lo que podemos hacer ante el peso del mundo, de todas esas voces que luchan por consagrar su propia importancia y que una y otra vez se pierden entre el clamor de otras, es abrazar la vida propia y la de los que nos rodean. Ante la vida y la muerte, sólo nos queda reconocernos entre quienes nos acompañan a diario, y aceptar el dolor sin olvidar su existencia. Porque es a través del dolor y la pérdida que es posible crecer; es a través del dolor de perder que podemos entender lo que es, en primer lugar, tener.
Mucho se ha dicho sobre la realización caótica de Margaret, desde su intrincada gestación (escrita en 2003, filmada en 2005 y estrenada finalmente en 2011) hasta la impaciencia que provocan su dirección y montaje. Pero la verdad es que, sin omitir sus fallos, las decisiones de Lonergan son perfectamente coherentes. El montaje caótico es un reflejo del propio tumulto emocional que atraviesa Lisa Cohen, y la vilipendiada mezcla de sonido se condice con la sensación de la protagonista de estar sumergida en la banalidad preciosa de la vida de los otros: sus discusiones muchas veces son precedidas y opacadas por los intercambios de extraños, aquellos que de repente se volvieron dolorosamente presentes, notorios, e importantes.




Margaret es, últimamente, la máxima película coral: aspira no sólo a abarcar a los muchos personajes que delinea, sino más enfáticamente, a todos aquellos que existen por fuera de ella. Es una película que reconoce y dignifica el dolor del vecino extraño, en toda su complejidad inmensurable, al mismo tiempo que refuerza la necesidad de aferrarse a la vida misma y a la de los rostros que conocemos. Es dolorosa, ambiciosa, caótica, honesta, y necesaria.