Al Polvo Volverás

A Zed and Two Noughts
1985
Guión y Dirección de Peter Greenaway




Al igual que su usual colaborador, el talentosísimo Michael Nyman, Peter Greenaway es un tipo obsesionado con ver la realidad como un fenómeno matemático. Mientras el primero expresa dicha obsesión mediante sus partituras musicales, Greenaway lo hace mediante la intrincada naturaleza de sus historias y sus composiciones visuales, siempre rebozantes de conceptos de simetría tanto en la dimensión estética de sus filmes, como en la estructura de sus guiones y personajes. A Zed and Two Noughts pertenece a ese período de Greenaway en que experimentaba libremente mientras aún era un desconocido (antes de realizar The Cook the Thief His Wife & Her Lover), y como tal, mantiene las características primordiales de sus puestas en escena, particularmente las que siempre se le han criticado: formalismo excesivo, una desborbada autoindulgencia y la elaboración de personajes poco empáticos, excéntricos y de los cuales poco se puede decir más que su función dentro de toda la maquinaria greenawayesca.
Lo primero que debemos notar al revisar ZOO es entender el cine de Greenaway de tal forma, como un cine formalista, funcionalista, en que los personajes están siempre subordinados al concepto mayor que se instala siempre en sus filmes; siempre en función de sus propias alegorías. Greenaway exige de sus espectadores dicho contrato en el que se suspenden tanto la demanda por personajes de carácter autónomo y las usuales cuotas de incredulidad que uno invierte al pactar el tiempo que nos ocupa visionar la película. Pueden llamarle una justificación, pero el cine de Greenaway opera bajo lógicas distintas que, bajo las lupas usuales, pierde la magnitud de análisis y profundidad temática y reflexiva que lleva consigo.
ZOO es, hasta ahora, lo mejor que he visto de Greenaway en tanto que explora de manera apasionada y vibrante temas ontológicos como la mortalidad, la futilidad de nuestra existencia y las obsesiones humanas. La secuencia inicial, fantástica en su montaje rítmico y construcción visual, nos muestra la muerte de las esposas de dos hermanos gemelos, Oliver y Oswald Deuce, ambos zoológos especialistas en el estudio de la descomposición, en un accidente de auto que involucra a un cisne y a una mujer llamada Alba Bewick, también conocida como Leda (fascinante resulta la analogía con la mitología griega en tanto que Leda fue una mujer que dio a luz a los gemelos Castor y Pólux después de haber sido seducida por Zeus, quien se disfrazó de cisne). Alba pierde una pierna y, como el único remanente del accidente que les quitó a sus esposas, se convierte en el denominador común entre Oliver y Oswald y entre los tres se gestará una relación marcada por las obsesiones, la culpa, el sexo, y sobre todo, lo sincrónico y lo simétrico.

A través de sus numerosos símbolos y conexiones internas, Greenaway cuestiona nuestro rol como humanos en la cadena evolutiva, estableciendo vínculos entre la descomposición de los animales que estudian los gemelos, y la propia fragmentación y descomposición de su existencia, metafórica, y material en la figura de Alba Bewick, cuyas amputaciones continúan debido a la obsesión de su médico cirujano por asemejarla a las mujeres de las pinturas de Vermeer. Al final, la pregunta que se formula Oliver sobre la conexión entre el cisne que provocó el accidente, y su esposa, es tan simple y pesimista como su propio objeto de estudio: al igual que los animales que consideramos inferiores, nos descomponemos y nos enfrentamos ante la futilidad de una vida que nos confisca todas nuestras experiencias y acumulación de conocimientos, recuerdos y sentimientos, para arrojarnos a la descomposición, a la más vergonzosa negación de nuestra trascendencia personal. Y al final, como se verá con los propios Oliver y Oswald, las empresas y fines últimos por lo que nos obsesionamos, terminan siendo parte del consumo de las bacterias y organismos que nos descomponen al momento de nuestra muerte, pocas veces poética, muchas veces arbitraria y abrupta.



I Need Help



Rara como todas las comedias de los Coen (en verdad como todas sus películas), pero buena.

Don't Blow It



Solaris
2002
Dirección y Guión de Steven Soderbergh


No sé realmente lo que debería escribir al momento de analizar una película. Dudo que eso sea lo que hago acá en realidad; sólo sé que de repente hablo de una linda fotografía, o una música absorbente, o una historia bien construida, como para dar cuenta que ALGO sé de cine, y justificar así los cuatro años que llevo estudiando dicha carrera. Pero creo, sin embargo, que escribo desde la más profunda y voluntaria ignorancia, para hablar de películas no en un nivel objetivo y clínico, sino desde la más honda y honesta apreciación personal e interpretaciones sometidas a un lujo de sentimientos, muchas veces encontrados, otras veces intensificados por identificaciones con vivencias personales, fantasías, resquemores, o simplemente con los llamados momentos de humanidad.

Para ser sincero, no creo que hable mucho de la película. O al menos diré lo básico lo más rápido que pueda: Soderbergh produjo, escribió, dirigió, fotografió y montó una adaptación de la novela de Stanislaw Lem (que ya había sido adaptada antes por Tarkovsky en 1972) sobre un psicólogo viudo que es enviado en una misión a evaluar a la tripulación de la estación espacial que orbita el planeta Solaris, debido a una serie de extrañas circunstancias de incomunicación, pánico generalizado, y un suicidio. A bordo, descubre que Solaris está creando réplicas de seres queridos a partir de los recuerdos de los tripulantes, y experimenta, cuando se encuentra con la réplica de su esposa muerta, una serie de conflictos emocionales y morales, principalmente a causa de los sentimientos que suscita tener enfrente a una entidad que se ve, que se siente, que huele y que habla como ella.

Dentro de todo el espectro de fallas humanas, Lem tiene que haber expuesto una de las más complejas, de manera tremendamente inteligente y sensible: como en Birth, el recuerdo, la persistencia, la emoción por sobre la racionalidad. El “clon” de Rheya, la esposa muerta, no es muy diferente de Sean, el niño que acosa a Nicole Kidman con la insistencia de ser la reencarnación de su difunto esposo. Ambas películas lidian con la idea de un espejismo, una copia que amenaza con suscitar las mismas emociones de un original perdido, delatando la obvia debilidad del alma humana en cuanto se enfrenta a la imagen, a la mera estimulación sensorial que asocia a aquello que más tiene arraigado. Ambas historias nos desnudan como entidades sumamente condicionadas y subordinadas a nuestras emociones, como el perro de Pavlov. Y en este ámbito, somos más parecidos a un animal que en cualquier otro.

Curiosamente, varios ejemplos del puñado de películas selectas que me hacen sentir la misma sensación de desesperanza y violencia emocional, lidian con el tema del recuerdo y la persistencia. Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Away From Her, The Fountain, Scenes From A Marriage; todas sobre el deseo –y la necesidad- de lidiar con el arraigo, con la persistencia, con el deseo de olvidar o de recuperar aquello que irrevocablemente pareciera estar en simbiosis con la parte más copiosamente interna de nuestro ser. Siempre es sobre el no poder dejar ir, o lo que pasa cuando sucede. Solaris duele porque además añade el hecho de que las réplicas que se producen, nacen a partir de la fórmula del recuerdo, y como tal, nunca son como la persona era exactamente, sino como se la recuerda, que es –aunque no se admita- violentamente diferente. Recordamos lo que queremos, no lo que fue realmente. Lo que Chris Kelvin encontró a bordo de la estación espacial no era, por ningún motivo, Rheya, y aunque ella recordara sólo lo que Chris quería –inconcientemente- que recordara, aunque ella fuera claramente un recipiente de emociones que sentía por inercia y osmosis, aún así, era suficiente para que Chris sintiera que era Rheya, que era lo suficiente para que pudiera sentir que la había recuperado. Aun cuando supiera en lo más profundo de su conciencia que estaba amando a la manifestación física de su propio deseo de volver a verla, de sentirla, de oírla hablar. Era la hipérbole de la negación a aceptar la verdad, el paso siguiente en el colapso nervioso del no poder dejar ir.

El problema de Chris es mucho más cotidiano de lo que podría asumirse. No por nada escribo sobre él; Rheya y Sean, de Birth, son los fantasmas de recuerdos que no se van, que amenazan con su omnipresencia en el quehacer diario, en el banco, en la escuela, en el trabajo, en la intimidad del baño, en el sorbo de café en el local del centro. Amenaza con destruir cada vestigio de clarificación racional. Y no son recuerdos abstractos; son la manifestación del deseo que se tiene por recuperar la felicidad; la felicidad encarnada en una sola persona. Por recuperar el momento justo en que la felicidad tenía nombre, dos ojos, cabello, una nariz, una voz, un número telefónico, una presencia en la almohada, un espacio reservado en la memoria de todos los días, en las sonrisas, en los sueños, en las proyecciones de años a venir. Pero que, por maquinaciones del destino, se perdió. Solaris es la pregunta metafísica por la naturaleza de la pérdida. Y por la incapacidad humana de aceptarla.