Birth
2004
Dir. Jonathan Glazer
Guión de Jean-Claude Carrière, Milo Addica y Jonathan Glazer


Supongo que es bastante común encontrarse con películas que no le hacen justicia a su concepto, pero Birth se me hace especial en este departamento porque, como suele pasarme, tengo conflictos personales con el tema. Nicole Kidman -haciendo de Nicole Kidman- enfrenta la muerte de su marido y, diez años después, ad portas de casarse nuevamente, un niño muy grave y nunca sonriente se aparece en su vida diciendo ser la reencarnación de su marido.

Mucha gente, hasta saber sólo eso de la trama, estalla en exclamaciones sobre la absurdez de su premisa y las implicaciones pedofílicas y blah blah blah. Los gringos le tienen mucho miedo a la pedofilia, y lo han demostrado en otras manifestaciones. En lo personal me encanta ver un tema así en una película, siempre y cuando se lo trate con la sutileza y el buen gusto que requiere. Birth lo intenta de un modo muy rústico, adoptando para sí un tratamiento muy formalista y austero que coarta sus posibilidades de identificación emocional con el tremendo conflicto por el que pasa su protagonista. Y para peor, en varios momentos no es ni sutil ni acreedora de buen gusto. Hay escenas de fascinante riesgo y una satisfactoria restricción de dirección y actuación, arruinadas por una sobre-insistencia en la monodimensionalidad de sus personajes y en la sugerencia de la obvia y peligrosa tensión sexual entre Kidman y el niño. Nadie habla de nada más que no sea el conflicto central, nadie se expone como algo más que una maquinación del centro temático. Y aún así (esto ya puede corresponder a apreciaciones más personales), el desarrollo se me hizo interesante a pesar de sus falencias, asumo que más porque el conflicto se me hacía más familiar por experiencia propia que por empatía o identificación lacaniana.

Kidman lucha contra una fuerza implacable de la mente humana y un enemigo absoluto del progreso y la maduración: la persistencia. A muchos de nosotros nos gustaría decir que hemos superado un episodio en particular o una persona en especial, y quizá sea posible hacerlo. Quizá lo sea. Pero es casi hipócrita pensar que no nos duele el pensar en una realidad alternativa en que las cosas sí funcionaron, que no hubo un fin abrupto del momento exacto en que la felicidad se hizo posible; una realidad alterna donde no hubo muerte, no hubo separación forzada, no hubo escición voluntaria. Las cosas funcionaron. Y lo más doloroso aún, no es asumir la posibilidad de esa realidad alterna, sino que sus caminos se crucen con la realidad presente. Si llegara el momento en que se nos ofreciera el retomar desde donde quedamos, de retomar esa pasada felicidad auténtica que no es la felicidad que parcha la ausencia, que no parcha la pérdida como un permio de consuelo que es obligación tomar, ¿qué se hace? ¿Se lo niega? Un individuo "maduro" diría que sí. Pero siempre, siempre, en lo profundo de nuestra culpabilidad humana, existe el deseo de que la persistencia se haga realidad. El personaje de Kidman transitó por ese camino, y tuvo la esperanza de que ese niño, una amenaza de todo tipo para su figura moral y social, fuera la encarnación de su marido. El punto no es la pedofilia, el punto no es la pseudo-historia de amor ni lo ilegal y ni siquiera el conflicto moral; es la característica básica humana del recordar cuándo y cómo se fue feliz, y de cómo eso desapareció, y de cómo nos gustaría que volviera. Es la pregunta que se hace Kidman en ese largo primer plano cuando atiende al concierto junto a su futuro nuevo marido, con su rostro mostrando las más fascinantes inflexiones de tristeza, duda, terror, conciencia súbita y esperanza. Es la pregunta que, si bien la película no logra elaborar por completo, termina de gestarse dentro de la cabeza de quien logra desechar las fallas de concepción y ejecución del filme y se queda con el meollo, con la pregunta terrible. Y con ese terriblemente angustiante final.

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