por Iván Ochoa Quezada
Es contraproducente que para
conmemorar la relación entre el cine y las mujeres (en esta
fecha particular), me disponga a homenajear a un hombre. Pero no deja de ser cierto
que el séptimo arte continúa siendo, en la práctica, uno de los trabajos más
sesgados para las mujeres en términos de visibilidad – hay mujeres, y muchas,
pero muy pocas ocupan los roles que siguen siendo ampliamente dominados por
hombres (como la dirección, la cinematografía, etc.), y aún menos las que
logran destacar en dichos rubros. Así, muchas veces son hombres los que deben
hablar sobre las mujeres, y ésta es una carencia que sigue vigente y en
necesidad de atención.
Habiendo notado eso, declaro mi
profunda parcialidad por un cineasta en particular que dedicó su trabajo y su
vida a las mujeres, no en una instancia de lucha explícita y atronadora por su
visibilización, sino en aquella otra lucha que es la cotidianidad misma y la
capacidad de mostrar a la mujer en todas sus dimensiones, librando batallas con
sí mismas, entre ellas, y con los hombres de los que siempre se mostraron
profundamente independientes. Aun cuando retratara mujeres oprimidas por
hombres, o por sus sentimientos hacia ellos (Luz de Invierno [1962], Escenas
de un Matrimonio [1973]), Ingmar
Bergman no se contentaba con victimizarlas, sino que les daba la
oportunidad de crecer y explorar sus obsesiones, y con este gesto, humanizarlas
y erradicarlas de la posición de ser accesorios masculinos. Las mujeres de
Bergman tienen poderes: el poder sobre su cuerpo (El Silencio [1963], Gritos y
Susurros [1972]), el poder sobre su mente (Cara a Cara [1976], Persona [1966]),
y el pleno poder de deshacer mitos y mostrarse como seres humanos profundamente
conflictuados, lejos de los cánones que dictan cómo debe actuar, pensar y
sufrir una mujer (Como en un Espejo
[1961], Sonata de Otoño [1978]).
Ahí radica, en mi humilde
opinión, el mayor logro de Bergman: el poder otorgarle a la mujer la oportunidad
de mostrarse por completo como un ser íntegro en sus virtudes y defectos, en
poder hacerlas florecer con toda su belleza y sensibilidad, sus dudas,
secretos, malicias, y el sublime abismo de sus indescifrables misterios.
Bergman es, hasta el día de hoy, mi feminista favorito, y su contribución al
cine (y a nuestra percepción de las mujeres) es algo a lo que me atrevo,
desvergonzadamente, a aspirar, aunque tenga por seguro que se trata de una
empresa que desde un principio está destinada a fracasar.
Me encanta.
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